1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta
para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el
corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta
supone emprender un camino que dura toda la vida
La necesidad de la fe ayer, hoy y siempre
2.- Profesar la fe en la Trinidad -Padre, Hijo y Espíritu Santo -equivale a
creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la
plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo,
que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu
Santo, que guía a la Iglesia a través de os siglos en la espera del retorno
glorioso del Señor.
3.- Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las
consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo
tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida
común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que
incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible
reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia
al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que
sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis
de fe que afecta a muchas personas.
No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt
5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo
la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer
en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).
4.- Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de
Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido
como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Creer en
Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la
salvación.
Vigencia y valor del Concilio Vaticano II
5- Las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según las palabras del beato Juan
Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de
manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y
normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. [...] Siento
más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que
la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha
ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que
comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del
Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo
leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a
ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la
Iglesia».
La renovación de la Iglesia es cuestión de fe
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido
por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los
cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de
verdad que el Señor Jesús nos dejó.
7.- En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y
renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio
de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y
llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los
pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a
una nueva vida.
La fe crece creyendo
8. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que
llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos
envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los
pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí
a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le
confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por
eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor
de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.
9.- La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se
recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos,
porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio
fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para
acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos.
Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».
Profesar, celebrar y testimoniar la fe públicamente
10.- Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y
rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un
compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
11.- El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe
es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él»
nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente
porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de
lo que se cree.
12.- No podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún
no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido
último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es
un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino
que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva
inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre.
La utilidad del Catecismo de la Iglesia Católica
13. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos
pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso
e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano
II.
14.- Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un
compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales
de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la
Iglesia Católica.
15.- En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el
desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A
través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una
teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la
profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la
que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia.
Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia,
pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del
mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno
sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
16. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un
verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se
preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro
contexto cultural.
17.- Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a
que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una
Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas
indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y
apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
18.- La fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes
que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el
ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la
fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas,
aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.
Recorrer y reactualizar la historia de la fe
19. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de
nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la
santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran
contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y
desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo
debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el
fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
20.- Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició
y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán
y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama
del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la
victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en
el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con
nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su
resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de
nuestra historia de salvación.
No hay fe sin caridad, no hay caridad sin fe
21.-. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el
testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la
esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1
Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes -que siempre atañen a los
cristianos-, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos
míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si
un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno
de vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos", pero no les
da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se
tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes fe y
yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te
mostraré la fe"» (St 2, 14-18).
22.- La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento
constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente,
de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos
cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o
excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que
socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo.
Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del
Señor resucitado es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos
siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de
percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a
cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado
en el mundo.
Lo que el mundo necesita son testigos de la fe
23.- Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble
de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son
capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la
vida verdadera, ésa que no tiene fin.
24.- «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1):
que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el
Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía
de un amor auténtico y duradero.
25.- Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la
fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en
pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro,
que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y
honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin
contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y
radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras
almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la
alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad.
Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de
Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida,
a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los
sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la alegría y la
esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2
Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido
el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente
entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia,
comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la
reconciliación definitiva con el Padre.
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