miércoles, 28 de noviembre de 2012

 
AUDIENCIA GENERAL DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI, 28 DE NOVIEMBRE DE 2012.

Si bien hay mucho entusiasmo hoy en el mundo católico por la nueva evangelización, el aniversario del Catecismo o el Año de la Fe, el santo padre Benedicto XVI volvió a lo esencial en su catequesis semanal desarrollada hoy en el Aula Pablo VI con una pregunta: “¿Cómo hablar de Dios en nuestro tiempo?”
Es claro que los esfuerzos y planes pastorales no bastan si no se sabe comunicar el evangelio a los hombres y mujeres de hoy, que según el papa, viven muchas veces “con los corazones cerrados y las mentes distraídas por los tantos fulgores de la sociedad”. Y hasta Jesús mismo, hizo ver, buscaba la mejor forma de explicar el mensaje salvífico, tal como se lee en Marcos 4,30: "¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?".

Hablar de Dios hoy
Durante su catequesis Benedicto XVI explicó que se puede hablar de Dios, gracias a que Dios habló primero al hombre. Por lo tanto, solo podrá hablar de Dios quien “escucha lo que dijo Dios mismo”. ¿Y dónde conocemos lo que Dios dijo?, fue una pregunta que flotó de inmediato en el Aula Pablo VI que abarrotada de fieles y peregrinos, buscaban el coraje que se necesita hoy para evangelizar a las personas.
“En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios”, enseñó el Catequista universal, quien “ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el "arte de vivir", el camino a la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef. 1,5; Rom. 8,14)”. Por lo tanto, es a Jesús, “que vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena del Evangelio”, a quien primero deberíamos escuchar.
Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con su Evangelio, “supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y de una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo”, se extendió el papa.

Según el método de Dios
En la medida que avanzaba en su reflexión, hizo ver que el método de Dios es “la humildad”. Refirió cómo “Dios, que se ha hecho uno de nosotros, (actúa según) el método de la Encarnación, en la simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del grano de mostaza”.
Ante quienes buscan resultados inmediatos o conversiones masivas, el papa alentó a “no temer a la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer”, en clara referencia al pasaje de Mateo 13,33.
Hizo ver también que otro modo de actuar de Dios se ve en la misión del apóstol Pablo, quien a pesar de su erudición no presentaba una filosofía desarrollada por él mismo en los lugares donde llevó el evangelio, sino que “hablaba de la realidad de su vida, hablaba del Dios que entró en su vida (..) de un Dios real que vive, que ha hablado con él y hablará con nosotros, hablaba de Cristo crucificado y resucitado”.
Por lo tanto, para san Pablo, comunicar la fe “no quiere decir presentarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su vida (..) es llevar a aquel Jesús que siente dentro de sí y que se ha convertido en el verdadero sentido de su vida”. Ya luego se sabría cómo el Apóstol de los Gentiles, arrobado por Cristo en Damasco, “implicaría la totalidad de su vida en la gran obra de la fe”, como bien lo recordó el papa.
Pablo no solo fundó comunidades, sino que las acompañó, les enseñó las verdades evangélicas y sufrió por ellas hasta el martirio. Por eso lo que piden las cartas paulinas, también es válido para las comunidades cristianas de hoy; en palabras del santo padre, estas “están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazón, egoísmos, indiferencia (y) viviendo en las relaciones cotidianas el amor de Dios”. E hizo otra pregunta: “Preguntémonos si son realmente así nuestras comunidades...”
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esús, el perfecto comunicador del padre
A este punto, la catequesis se centró en el estilo de comunicación de Jesús mismo... ¿Cómo comunicaba Jesús? El Hijo de Dios, según el papa, “en su unicidad habla de su padre –Abbà--, y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los sufrimientos y las dificultades de la existencia humana (y) deja claro que el mundo y nuestra vida valen ante Dios.”
Jesús, como el Mesías encarnado, “se interesa de toda situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo, con una confianza plena en la ayuda del Padre”, subrayó.
Es así que todo hablaba de Dios en Él, y, como hizo ver el santo padre, “los discípulos, las multitudes que lo encuentran, ven su reacción ante diferentes problemas, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios”.
Este estilo se convierte en una indicación fundamental para los cristianos, porque “nuestro modo en que vivimos la fe y la caridad, se convierten en un hablar de Dios en el presente, porque muestra con una vida vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de lo que decimos con las palabras, que no son solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad”, según el pensamiento de Benedicto XVI.
Por eso en los tiempos actuales, dijo, hay que actuar leyendo “los signos de los tiempos en nuestra época”, es decir, “identificando el potencial, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la integridad de la creación, y comunicar sin miedo las respuestas que ofrece la fe en Dios”.

La familia: primera escuela de fe
Como las cosas no salen de la nada, hizo muy bien el papa en señalar a la familia como el “lugar privilegiado para hablar de Dios”. Es obvio que aquello que no brota, no crece. Por lo tanto, al señalar a la familia como “la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones”, Benedicto XVI dejó a los padres de familia la tarea de “abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios, (como) los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos”.
Como buen catequista también él, dio tres aspectos a tener en cuenta para que los hogares sean, en palabras del beato Juan Pablo II, “escuela de humanidad”. La primera de ellas es ‘la supervisión’, que significa “aprovechar las oportunidades favorables para introducir en familia el discurso de la fe”, así como para acoger con sensibilidad “las posibles preguntas religiosas presentes en la mente de los niños, a veces obvias, a veces ocultas”.
Otro presupuesto sería ‘la alegría’, porque para el papa, “la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría pascual --que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los problemas-- (..) y que no es una carga, sino una fuente de alegría profunda”.
Y recomendó finalmente ‘la capacidad de escuchar y dialogar’, porque la familia debe ser “un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo; (para) entenderse y amarse, para ser un signo, el uno para el otro, de la misericordia de Dios”.
Por lo tanto, concluyó, “hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y con la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, aquel Dios que nos ha mostrado un amor tan grande hasta encarnarse, morir y resucitar para nosotros (..) aquel Dios que nos ha dado la Iglesia, para caminar juntos”.
 
 

martes, 27 de noviembre de 2012

La razonabilidad de la fe en Dios

Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI, audiencia general 21 de Noviembre de 2012.
La razonabilidad de la fe en Dios

Queridos hermanos y hermanas:

Avanzamos en este Año de la fe llevando en nuestro corazón la esperanza de redescubrir cuánta alegría hay en creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información particular sobre Él. Expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres, encuentro salvífico y liberador que realiza las aspiraciones más profundas del hombre, sus anhelos de paz, de fraternidad, de amor. La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios valora, perfecciona y eleva cuanto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre. Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios, y conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino, la grandeza y la dignidad de la vida humana.
La fe permite un saber auténtico sobre Dios que involucra toda la persona humana: es un «saber», esto es, un conocer que da sabor a la vida, un gusto nuevo de existir, un modo alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí por los demás, en la fraternidad que hace solidarios, capaces de amar, venciendo la soledad que entristece. Este conocimiento de Dios a través de la fe no es por ello sólo intelectual, sino vital. Es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor. El amor de Dios además hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, mas allá de las estrechas perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El conocimiento de Dios es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral: alcanzados en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, superamos los horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos valores de la existencia.
En la catequesis de hoy quisiera detenerme en la razonabilidad de la fe en Dios. La tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer contra la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es fórmula que interprete la fe católica. Dios, en efecto, no es absurdo, sino que es misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad. Si, contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién diría que el sol no es luminoso, es más, la fuente de la luz? La fe permite contemplar el «sol», a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el límite creatural de su razón (cf. Conc. Ec. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 13). Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, le abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe constituye un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de ciertos pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como bloqueada por los dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario, como han demostrado los grandes maestros de la tradición católica. San Agustín, antes de su conversión, busca con gran inquietud la verdad a través de todas las filosofías disponibles, hallándolas todas insatisfactorias. Su fatigosa búsqueda racional es para él una pedagogía significativa para el encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y cree para comprender» (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su propia experiencia de vida. Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o antagonistas, sino que ambos son condición para comprender su sentido, para recibir su mensaje auténtico, acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea, san Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quaerens intellectum, donde buscar la inteligencia es acto interior al creer. Será sobre todo santo Tomás de Aquino —fuerte en esta tradición— quien se confronte con la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva y fecunda vitalidad racional deriva hacia el pensamiento humano desde la unión con los principios y de las verdades de la fe cristiana.
La fe católica es, por lo tanto, razonable y nutre confianza también en la razón humana. El concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei Filius, afirmó que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo a la fe pertenece la posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error» (ds 3005) las verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, además, no está contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto, en la encíclica Fides et ratio sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí.
Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído: «los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Co 1, 22-23). Y es que Dios salvó el mundo no con un acto de poder, sino mediante la humillación de su Hijo unigénito: según los parámetros humanos, la insólita modalidad actuada por Dios choca con las exigencias de la sabiduría griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón, que san Pablo llama ho lògos tou staurou, «la palabra de la cruz» (1 Cor 1, 18). Aquí el término lògos indica tanto la palabra como la razón y, si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Así que Pablo ve en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho salvífico que posee una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, él tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de sorprenderse por el hecho de que muchos, aun viendo las obras realizadas por Dios, se obstinen en no creer en Él. Dice en la Carta a los Romanos: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo y a través de sus obras» (1, 20). Así, también san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a glorificar «a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). En un clima de persecución y de fuerte exigencia de testimoniar la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones fundadas su adhesión a la palabra del Evangelio, que den razón de nuestra esperanza.
Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer se funda también la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación científica lleva al conocimiento de verdades siempre nuevas sobre el hombre y sobre el cosmos, como vemos. El verdadero bien de la humanidad, accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de descubrimiento. Por lo tanto hay que alentar, por ejemplo, las investigaciones puestas al servicio de la vida y orientada a vencer las enfermedades. Son importantes también las indagaciones dirigidas a descubrir los secretos de nuestro planeta y del universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de la creación, no para explotarla insensatamente, sino para custodiarla y hacerla habitable. De tal forma la fe, vivida realmente, no entra en conflicto con la ciencia; más bien coopera con ella ofreciendo criterios de base para que promueva el bien de todos, pidiéndole que renuncie sólo a los intentos que —oponiéndose al proyecto originario de Dios— pueden producir efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es una preciosa aliada de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al progreso científico que se lleve a cabo siempre por el bien y la verdad del hombre, permaneciendo fiel a dicho plan.
He aquí por qué es decisivo para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su proyecto de salvación en Jesucristo. En el Evangelio se inaugura un nuevo humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de toda la realidad. Afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115, 15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (n. 216).
Confiemos, pues, en que nuestro empeño en la evangelización ayude a devolver nueva centralidad al Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y oremos para que todos vuelvan a encontrar en Cristo el sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera libertad: sin Dios el hombre se extravía. Los testimonios de cuantos nos han precedido y dedicaron su vida al Evangelio lo confirman para siempre. Es razonable creer; está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo Él satisface los deseos de verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa y el día sin fin de la Eternidad bienaventurada.

Los Caminos que conducen al conocimiento de Dios

 
Mensaje del Santo Padre en la Audiencia del 14 de Noviembre sobre el año de la fe
Los caminos que conducen al conocimiento de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto meditando brevemente con vosotros sobre algunos caminos para llegar al conocimiento de Dios. Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a toda iniciativa del hombre y, también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder acoger esta revelación en la fe. Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee.
Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo corremos el riesgo de ser deslumbrados por los resplandores de la mundanidad, que nos hacen menos capaces de recorrer tales caminos o de leer tales signos. Dios, sin embargo, no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cercano a nuestra vida, porque nos ama. Esta es una certeza que nos debe acompañar cada día, incluso si ciertas mentalidades difundidas hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano comunicar la alegría del Evangelio a toda criatura y conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y todo creyente debe vivirla con gozo, sintiéndola como propia, a través de una existencia verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la santidad a la cual todos estamos llamados.
Hoy —lo sabemos— no faltan dificultades y pruebas por la fe, a menudo poco comprendida, contestada, rechazada. San Pedro decía a sus cristianos: «Estad dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto» (1 P 3, 15-16). En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que se movía; la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien era quien no creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En nuestro mundo la situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, subrayaba cómo la fe se pone a prueba incluso en la época contemporánea, permeada por formas sutiles y capciosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante, la crítica a la religión se ha intensificado; la historia ha estado marcada también por la presencia de sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección del ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por tantas alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de secularismo, caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido como medida y artífice de la realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y semejanza de Dios». En nuestro tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios.
 
En realidad, el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos «ídolos» que seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y de la muerte.
Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II afirma sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (const. Gaudium et spes, 19).
¿Qué respuestas está llamada entonces a dar la fe, con «delicadeza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la dimensión vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que conducen a Él? Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la reflexión natural como de la fuerza misma de la fe. Los resumiría muy sintéticamente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la ha creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón 241, 2: PL 38, 1134). Pienso que debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino, por lo tanto, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos.
La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf. Confesiones III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión, 39, 72). Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y remite a Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios» (n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la fe. Quien cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú en una relación de amor con Él. En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús. Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.

jueves, 8 de noviembre de 2012

AUDIENCIA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Queridos amigos he subido, un video desarrollado durante la audiencia general, del Santo Padre Benedicto XVI, este miércoles 7 de Noviembre de 2012, en donde explicó la necesidad natural del hombre por Dios. El Papa afirmó que puede parecer una provocación en la cultura occidental secularizada, pero el ser humano necesita de Dios para encontrar su plenitud. Dijo que es un deseo natural del corazón ya que fue Él quien creó al hombre.

lunes, 5 de noviembre de 2012

LIBRO POR QUÉ SOY CATÓLICO.

Libro "Por qué soy católico": por primera vez en lengua española, todos los artículos y ensayos breves sobre cuestiones religiosas que el autor escribió tras su conversión en 1922.

Esta obra se convierte así en una referencia para conocer el pensamiento del Chesterton apologeta de la fe. Unas páginas que ponen de manifiesto su extraordinaria capacidad para discurrir sobre las cuestiones más elevadas con una genialidad y sencillez incomparables.
“La dificultad de explicar «por qué soy católico» radica en el hecho de que existen diez mil razones para ello, aunque todas acaban resumiéndose en una sola: que la religión católica es verdadera”. He aquí la causa por la que el 30 de julio de 1922, G. K. Chesterton deseó ser acogido en el seno de la Iglesia Católica. Sin embargo, la travesía espiritual seguida hasta entonces por este grandísimo escritor no fue breve ni estuvo exenta de obstáculos, lo cual muestra su honestidad a la hora de encarar su conversión.
En la Inglaterra de entonces, donde la Iglesia católica era muy poco popular, Chesterton hubo de responder en numerosas ocasiones por los motivos de su bautismo. No obstante, fiel a su personalidad sencilla y directa, Chesterton no escamoteó la cuestión ni los ataques y siempre defendió públicamente su fe y la racionalidad del Cristianismo. Esas respuestas, dadas en muchas ocasiones en forma de artículos o ensayos breves, se encuentran en este volumen, que sigue la edición americana de la editorial Ignatius, de las obras completas de G.K. Chesterton.