Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI, audiencia general 21 de Noviembre de 2012.
La razonabilidad de la fe en Dios
Queridos hermanos y hermanas:
Avanzamos en este Año de la
fe llevando en nuestro corazón la esperanza de redescubrir cuánta
alegría hay en creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos
las verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una
información particular sobre Él. Expresan el acontecimiento del encuentro de
Dios con los hombres, encuentro salvífico y liberador que realiza las
aspiraciones más profundas del hombre, sus anhelos de paz, de fraternidad, de
amor. La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios valora, perfecciona y
eleva cuanto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre. Es así que,
mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es
Dios, y conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino, la
grandeza y la dignidad de la vida humana.
La fe permite un saber auténtico sobre Dios que involucra toda la persona
humana: es un «saber», esto es, un conocer que da sabor a la vida, un gusto
nuevo de existir, un modo alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el
don de sí por los demás, en la fraternidad que hace solidarios, capaces de amar,
venciendo la soledad que entristece. Este conocimiento de Dios a través de la fe
no es por ello sólo intelectual, sino vital. Es el conocimiento de Dios-Amor,
gracias a su mismo amor. El amor de Dios además hace ver, abre los ojos, permite
conocer toda la realidad, mas allá de las estrechas perspectivas del
individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El
conocimiento de Dios es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo,
un camino intelectual y moral: alcanzados en lo profundo por la presencia del
Espíritu de Jesús en nosotros, superamos los horizontes de nuestros egoísmos y
nos abrimos a los verdaderos valores de la existencia.
En la catequesis de hoy quisiera detenerme en la razonabilidad de la fe en
Dios. La tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo,
que es la voluntad de creer contra la razón. Credo quia absurdum (creo
porque es absurdo) no es fórmula que interprete la fe católica. Dios, en efecto,
no es absurdo, sino que es misterio. El misterio, a su vez, no es irracional,
sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad. Si, contemplando el
misterio, la razón ve oscuridad, no es porque en el misterio no haya luz, sino
más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos del hombre se dirigen
directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién diría que el
sol no es luminoso, es más, la fuente de la luz? La fe permite contemplar el
«sol», a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo
así, recibe verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios,
reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su
conocimiento, condescendiendo con el límite creatural de su razón (cf. Conc. Ec.
Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, 13). Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, le
abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe constituye
un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el
descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio
de ciertos pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como
bloqueada por los dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario, como han
demostrado los grandes maestros de la tradición católica. San Agustín, antes de
su conversión, busca con gran inquietud la verdad a través de todas las
filosofías disponibles, hallándolas todas insatisfactorias. Su fatigosa búsqueda
racional es para él una pedagogía significativa para el encuentro con la Verdad
de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y cree para comprender»
(Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su propia experiencia
de vida. Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o
antagonistas, sino que ambos son condición para comprender su sentido, para
recibir su mensaje auténtico, acercándose al umbral del misterio. San Agustín,
junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que se ejercita
con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea, san Anselmo dirá en
su Proslogion que la fe católica es fides quaerens intellectum,
donde buscar la inteligencia es acto interior al creer. Será sobre todo santo
Tomás de Aquino —fuerte en esta tradición— quien se confronte con la razón de
los filósofos, mostrando cuánta nueva y fecunda vitalidad racional deriva hacia
el pensamiento humano desde la unión con los principios y de las verdades de la
fe cristiana.
La fe católica es, por lo tanto, razonable y nutre confianza también en la
razón humana. El concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei
Filius, afirmó que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de
Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo a la fe pertenece la
posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error» (ds 3005)
las verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe,
además, no está contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto, en la
encíclica Fides
et ratio sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece
dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan
mediante una opción libre y consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de
verdad, sólo una relación armónica entre fe y razón es el camino justo que
conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí.
Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San
Pablo, escribiendo a los cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído: «los
judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a
Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1
Co 1, 22-23). Y es que Dios salvó el mundo no con un acto de poder, sino
mediante la humillación de su Hijo unigénito: según los parámetros humanos, la
insólita modalidad actuada por Dios choca con las exigencias de la sabiduría
griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón, que san Pablo llama ho
lògos tou staurou, «la palabra de la cruz» (1 Cor 1, 18). Aquí el
término lògos indica tanto la palabra como la razón y, si alude a la
palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Así que Pablo ve
en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho salvífico que posee
una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, él
tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de sorprenderse por el
hecho de que muchos, aun viendo las obras realizadas por Dios, se obstinen en no
creer en Él. Dice en la Carta a los Romanos: «Lo invisible de Dios, su
eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de
la creación del mundo y a través de sus obras» (1, 20). Así, también san Pedro
exhorta a los cristianos de la diáspora a glorificar «a Cristo el Señor en
vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os
pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). En un clima de
persecución y de fuerte exigencia de testimoniar la fe, a los creyentes se les
pide que justifiquen con motivaciones fundadas su adhesión a la palabra del
Evangelio, que den razón de nuestra esperanza.
Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer se
funda también la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación
científica lleva al conocimiento de verdades siempre nuevas sobre el hombre y
sobre el cosmos, como vemos. El verdadero bien de la humanidad, accesible en la
fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de descubrimiento. Por
lo tanto hay que alentar, por ejemplo, las investigaciones puestas al servicio
de la vida y orientada a vencer las enfermedades. Son importantes también las
indagaciones dirigidas a descubrir los secretos de nuestro planeta y del
universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de la creación, no para
explotarla insensatamente, sino para custodiarla y hacerla habitable. De tal
forma la fe, vivida realmente, no entra en conflicto con la ciencia; más bien
coopera con ella ofreciendo criterios de base para que promueva el bien de
todos, pidiéndole que renuncie sólo a los intentos que —oponiéndose al proyecto
originario de Dios— pueden producir efectos que se vuelvan contra el hombre
mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es una preciosa aliada
de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al
progreso científico que se lleve a cabo siempre por el bien y la verdad del
hombre, permaneciendo fiel a dicho plan.
He aquí por qué es decisivo para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y
su proyecto de salvación en Jesucristo. En el Evangelio se inaugura un nuevo
humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de toda la realidad. Afirma el
Catecismo
de la Iglesia católica: «La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo
el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único Creador del cielo
y de la tierra (cf. Sal 115, 15), es el único que puede dar el
conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (n.
216).
Confiemos, pues, en que nuestro empeño en la evangelización ayude a devolver
nueva centralidad al Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro
tiempo. Y oremos para que todos vuelvan a encontrar en Cristo el sentido de la
existencia y el fundamento de la verdadera libertad: sin Dios el hombre se
extravía. Los testimonios de cuantos nos han precedido y dedicaron su vida al
Evangelio lo confirman para siempre. Es razonable creer; está en juego nuestra
existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo Él satisface los deseos de
verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que
pasa y el día sin fin de la Eternidad bienaventurada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario