Mensaje del Santo Padre en la Audiencia del 14 de Noviembre sobre el año de la fe
Los caminos que conducen al conocimiento
de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles
pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en
lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto
meditando brevemente con vosotros sobre algunos caminos para llegar al
conocimiento de Dios. Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios
precede siempre a toda iniciativa del hombre y, también en el camino hacia Él,
es Él quien nos ilumina primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre
nuestra libertad. Y es siempre Él quien nos hace entrar en su intimidad,
revelándose y donándonos la gracia para poder acoger esta revelación en la fe.
Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos nosotros quienes
poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos
busca y nos posee.
Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al
conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo
corremos el riesgo de ser deslumbrados por los resplandores de la mundanidad,
que nos hacen menos capaces de recorrer tales caminos o de leer tales signos.
Dios, sin embargo, no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y
redimido, permanece cercano a nuestra vida, porque nos ama. Esta es una certeza
que nos debe acompañar cada día, incluso si ciertas mentalidades difundidas
hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano comunicar la alegría del Evangelio
a toda criatura y conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del
mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y todo
creyente debe vivirla con gozo, sintiéndola como propia, a través de una
existencia verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, por el
servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión
resplandece sobre todo en la santidad a la cual todos estamos llamados.
Hoy —lo sabemos— no faltan dificultades y pruebas por la fe, a
menudo poco comprendida, contestada, rechazada. San Pedro decía a sus
cristianos: «Estad dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida
una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto» (1 P
3, 15-16). En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la
fe era el ambiente en el que se movía; la referencia y la adhesión a Dios eran,
para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien era quien no
creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En nuestro mundo la
situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar razón de
su fe. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Fides
et ratio, subrayaba cómo la fe se pone a prueba incluso en la época
contemporánea, permeada por formas sutiles y capciosas de ateísmo teórico y
práctico (cf. nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante, la crítica a la
religión se ha intensificado; la historia ha estado marcada también por la
presencia de sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección
del ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por
tantas alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de
secularismo, caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido como
medida y artífice de la realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y
semejanza de Dios». En nuestro tiempo se ha verificado un fenómeno
particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos,
precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las verdades de la fe o los
ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la
existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces,
se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera»
(etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir
resulta aún más destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia
la cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios se reduce a una sola
dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de
las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido
consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la
realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el
horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de
la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos.
Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública
representan bien a esos «ídolos» que seducen al hombre cuando no va más allá de
sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no
encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con los demás. No ha
conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de Prometeo: el
hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y de la
muerte.
Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo,
no cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio
Vaticano II afirma sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado
al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por
Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la
verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (const.
Gaudium
et spes, 19).
¿Qué respuestas está llamada entonces a dar la fe, con
«delicadeza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la
dimensión vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir
interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que
conducen a Él? Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la
reflexión natural como de la fuerza misma de la fe. Los resumiría muy
sintéticamente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó
largamente la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre
página en la que afirma: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire
amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo..., interroga todas estas
realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza es como un
himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la
ha creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón 241, 2: PL 38, 1134).
Pienso que debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de
contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma
informe, sino que cuanto más lo conocemos, más descubrimos en él sus
maravillosos mecanismos, más vemos un designio, vemos que hay una inteligencia
creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una
razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de los
ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente
insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino,
por lo tanto, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación
con ojos atentos.
La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una
célebre frase en la que dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo
para mí mismo (cf. Confesiones III, 6, 11). A partir de ello formula la
invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti mismo, porque en
el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión, 39, 72).
Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo
ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en
profundidad en nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro,
que nos impulsa a ir más allá y remite a Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la
Iglesia católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la belleza,
con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su
aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia
de Dios» (n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro
tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce al conocimiento y al
encuentro con Dios es el camino de la fe. Quien cree está unido a Dios, está
abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte
en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de
mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda
amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza
ante la necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es
encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra
vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones
y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio,
sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena
Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad que sean
activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituyen un
camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su
existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más
transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea
conforme a Cristo. Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana,
porque la identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto
con la verdad de un Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de
comunicarse con el hombre de tú a tú en una relación de amor con Él. En
realidad, como fundamento de toda doctrina o valor está el acontecimiento del
encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una
moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús.
Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y
hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.
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